Despertar un cuarto para las nueve. Ponerse algo de ropa encima. Lavarse la cara y bajar al comedor del hotel a tomar desayuno. Un té o un café, un sandwich de jamón y queso, o huevos revueltos, o tostadas con mermelada, más un vaso de jugo y un yogurt.
De vuelta a la pieza, habitación 215. Dormir otro rato o flojear entre las sábanas disfrutando de no hacer nada más que zapping por los canales que ofrece el cable.
Desesperezarse, tomar una ducha que cuesta un poco regular para que quede con la temperatura deseada. Casi no hay necesidad de toalla. el cuerpo se seca prácticamente solo. El ambiente es seco, eso explica la piel y los labios partidos.
Vestirse. Tomar el discman. Elegir un disco con música ad-hoc (esta samana ha sido sólo Illapu y Los Jaivas) y salir.
Encontrarse de frente a la plaza. Esa con muchos árboles y que hace olvidad por un momento el estar en medio del desierto más árido del mundo. Esa plaza con sus dos llamitas de piedra, una echada y la otra pastando. Esa plaza tan típicamente chilena, con la iglesia a un costado y donde, extrañamente, no está la municipalidad.
Mirar alrededor. Ver harta gente caminando con paso cansino. Ir en busca de un lugar donde almorzar. Caminar por el centro. Vargas, Latorre, Sotomayor, V. Mackenna. Entrar a un local de nombre atrayente por lo familiar, 'Barceló'. Pedir el menú del día, no muy contundente, pero no muy diferente a los que ofrecen en el centro de Santiago por la misma plata. Con bebida y postre incluídos. Ver las noticias de las 2 de la tarde y entender porqué la gente en regiones dice que Chile es Santiago. En Chile hace frío, dice Juan José Lavín, cae nieve y hay problemas con el Transantiago. En fin. Sentirse excluído, separado, en otro lugar. Acá mueren tres personas. Allá nadie lo sabe. Esperar a Ivan Torres para que nombre en su informe del tiempo a esta tierra olvidada de la pantalla chica. Divisar, por un segundo, o dos, el nombre de esta ciudad, ahí, entre Iquique y Antofagasta. Terminar el almuerzo y enfilar hacia el trabajo.
Llegar a Vivar, subir las interminables escaleras. Dar mi nombre al citófono. Saludar y empezar la pega.
10 de la noche. Salir, bajar esas largas escaleras, largas como sueños, como el cielo del desierto. Caminar por Ramirez, que es un boulevard. Pasar junto a la estatua del minero (hecho, supongo, de cobre). Pasar junto al estadio techado y al teatro municipal. Dudar si volver inmediatamente al hotel o internarse en alguna de las numerosas schoperías que inundan las calles aledañas. La musica que sale del 'Che Carlitos' es una invitación que aun no he aceptado. Parece un tanto peligroso.
Encontrar una panadaría abierta. Comprar una empanada calientita. Una bebida. Volver al hotel. Prender la tele. Llamar a quienes me quieren y se preocupan por mí. Destapar una grolsch que me espera en el frigo-bar. Comer la empanada. acostarse y esperar un nuevo día. Un día que será igual al anterior. Sentirme como Bill Murray en aquella película sobre el día de la marmota. Donde todos los días son iguales, pero diferentes. Pensar que, al menos, será un día menos para volver.
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