Se conocieron en la pega. Ella lo miró con curiosidad. Le agradaba aquél chico un tanto malas pulgas que se paseaba para acá y para allá como en distracción, siempre ocupado, siempre pensando en algo. Ella, frente al computador, todo lo veía. O lo presentía. Un día lo vio llegar triste. Se veía tan diferente. Tenía un aura distinta. Ella también estaba distinta. Quien fuera su novio por siete años acababa de dejarla. No era la primera vez, pero ella sentía que era la definitiva. No se sintió mal, se sintió diferente. Le costó al principio cambiar su rutina y quitar de su mente a aquel joven de desgarbado aspecto, pelo largo y anteojos. Le costaba bajarse de la micro y mirar en dirección a su casa. ¿La estará observando?, se preguntaba al principio. Sin embargo aquél día su atención se centró en ese flaco de triste mirada y acabado aspecto. Se veía mal, y se sentía mal. También por penas de amor. Lo supo porque comenzaron a acercarse mutuamente y a charlar de vez en cuando.
Las semanas pasaron y la amistad se fue haciendo cada vez más estrecha. Comenzaron a salir juntos. Al principio, tímidamente él la acompañaba hasta el paradero. Luego, ya planeaban salidas a diferentes pubs para ir a conversar y tomarse unos tragos. Así fue naciendo el amor. Lo regaron con bebida y sudor, con alcohol y pasión. Y a poco andar algo sucedió. El destino (o algo parecido) los quiso separar. Él fue enviado al norte, por trabajo. Allá conoció lugares y personas, allá se enfrentó a su pasado y a su futuro. En la soledad del desierto descubrió que su futuro estaba en ella. En esa joven de sonrisa angelical, de pelo largo y mirada profunda. Esa mirada que lo cautivó, esa mirada que lo hizo volver a su lado. Ella lo esperaba ansiosa. Estaba dichosa, y entre las sábanas aquella noche interminable ese amor floreció. Floreció y se hizo grande, potente, fuerte, indestructible.
Aquél fue el invierno más frío de los últimos años, pero al calor de ese amor inacabable se refugiaron y el clima era sólo una anécdota. Bajo la lluvia, con temperaturas bajo cero a medianoche se despedían en la Alameda de las delicias (ahora comprendían el nombre a cabalidad), con un beso que deseaban fuera eterno, como aquél amor que se juraron.
Hasta que un día no se separaron más. Él no soportó verla partir, y la siguió, se fue con ella y no volvieron a separarse. Ahora comparten no sólo un bonito y acogedor departamento en el barrio de Bellas Artes, también comparten sus sueños y sus cuerpos se funden en uno, así como sus corazones y sus vidas lo hicieran desde aquél invierno.
Actualmente se les puede ver por las tardes de la mano, caminado por el Parque Forestal, con la felicidad que les da el amor. Ese amor que fue capaz de unirlos. Ese amor que sólo ellos son capaces de dar y entregar.
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