lunes, 18 de octubre de 2021

a 2 años del 18 de octubre de 2019

18 de octubre de 2019. Por la radio se daba cuenta de los problemas de transporte que sufrían miles de personas en el centro de Santiago, producto del cierre de varias estaciones de metro. Era viernes y con mi señora habíamos planeado una salida solos (la primera desde que naciera nuestro segundo retoño, ¡hacía ya más de un año!) .

Hace un par de semanas que los estudiantes secundarios habían comenzado a realizar una serie de manifestaciones, saltándose los torniquetes del metro en protesta al alza de los pasajes. Con el correr de los días las manifestaciones comenzaron a ser más y más masivas, con cobertura de prensa y declaraciones de las autoridades. La ministra de Transportes le echaba la culpa del alza al “panel de expertos”, y señalaba que los estudiantes no tenían “argumentos” para protestar, debido a que “no aumentó la tarifa para ellos”.

Esa visión miope, egoísta, individualista de la ministra y del resto del gobierno resultó en evasiones masivas, y lejos de lo que pretendía el gobierno, los estudiantes comenzaron a recibir cada vez más apoyo ciudadano. Muchos de nosotros apoyábamos las protestas y cientos comenzaron a participar de las cada vez más masivas evasiones del metro: “¡Evadir, no pagar, otra forma de luchar!”

Debido a lo anterior, desde Metro decidieron cerrar varias estaciones aquella tarde de viernes, ya que avizoraban apoteósicas manifestaciones en varias estaciones del centro, lo que derivó en gente cansada, enojada, que caminaba sin rumbo por las calles del centro de Santiago, buscando el medio para irse a sus casas. Esa rabia, esa frustración, esa sensación de permanente ninguneo por parte de las autoridades resultó en una gran manifestación autoconvocada en pleno centro,  con cientos caminado hacia Plaza Italia, donde confluyeron los que venían caminado desde el centro con los que lo hacían desde Providencia.

Nosotros con mi señora, completamente ajenos a lo que estaba sucediendo en ese momento, salimos a nuestra cita. Extrañamente decidimos escuchar música del pendrive y no de la radio. Al poco andar nos dimos cuenta de lo que sucedía. Pasamos al mall y estaban cerrando y enviando a los trabajadores a sus casas, porque había problemas de transporte. Recién ahí nos dimos cuenta de la gravedad del asunto, y decidimos volver a casa. Escuchando la radio nos íbamos enterando de las protestas en el centro, y así, de pronto comenzaron los caceroleos y bocinazos, de los que nos hicimos parte de inmediato. La gente salía a tocar sus cacerolas incluso en Las Condes y La Reina. Llegamos a casa entre bocinazos y gente que estaba en todas las esquinas con ollas, sartenes, banderas, y rabia, mucha rabia. Pero también con orgullo, con una sensación de estar haciendo lo correcto.  

De ahí en más, nos quedamos pegados a la tele. Vimos cómo se incendiaba la escalera de emergencia del edificio de Enel, en Santa Rosa con Alonso de Ovalle, pleno centro. Se daban reportes de protestas, desmanes y saqueos en diferentes puntos de la ciudad. La gente ya estaba cansada. Cuantos años pensando con un momento así, en que nos levantáramos a exigir algo tan simple y tan potente como “Dignidad”. Lamentablemente pasaron y pasaron los años y la clase política no hizo nada por cambiar el sistema. Todo terminó por estallar aquél viernes de octubre.

Con la ciudad descontrolada, se filtraban imágenes del presidente comiendo feliz una pizza en un restaurant de un exclusivo barrio gastronómico de Vitacura. Ajeno a lo que sucedía. Esa imagen sería el reflejo de su gobierno, un gobierno ajeno, distante, sin el conocimiento del territorio ni de su gente, sin herramientas ni ideas para proponer soluciones reales a los problemas reales que se venían arrastrando hace tanto tiempo. A la gente se le acabó la paciencia, simplemente estalló, y de ese modo nos volvimos a mirar a los ojos y volvimos a reconocernos en el otro. Nos sentimos uno al compás monótono de las cacerolas.

Como respuesta, la represión, el estado de sitio, los militares a la calle y los Carabineros a reprimir sin miramientos. Comenzamos a saber de muertos y de mutilados. Cientos de personas resultaron con traumas oculares producto del actuar irresponsable de la policía. El presidente se atrevió  a decir que “Estaba en guerra” y así actuó su (des)gobierno. La violación a los DDHH por parte de los agentes del Estado se hizo tan evidente que los medios de comunicación masivos no pudieron desviar la mirada y no les quedó otra que dar cuenta de los cientos de reportes que les llegaban a cada momento. Los videos que se hacían virales en Twitter, Facebook y otras plataformas digitales. La prensa independiente nos iba informando de lo que no aparecía en la tele. Y así supimos cómo dejaban ciego a un joven que estaba protestando en Plaza Italia (renombrada “Plaza Dignidad” luego de la multitudinaria marcha convocada para el viernes 25 de octubre, justo una semana después del comienzo de la revuelta). Supimos de una trabajadora que recibió una lacrimógena directamente en su rostro, perdiendo no solo la vista sino además el sentido del gusto y el olfato. La represión fue tremenda, y no paró.

Como respuesta del pueblo, vimos la solidaridad de todos nosotros, las ollas comunes proliferaron por todas las ciudades. La pobreza que se encontraba escondida, oculta tras las deudas y las tarjetas de crédito comenzaba a mostrarse tal cual era. Todos nos sentimos identificados con los postergados, los nunca escuchados, los siempre exigidos y nunca recompensados. Volvimos a ser comunidad y a vivir en comunidad. Aparecieron las banderas mapuche y del pueblos originarios, se multiplicaban las marchas y convocatorias, mientras el gobierno acudía a la Ley de Seguridad del Estado para encarcelar a un profesor por romper un torniquete del metro. Terrorismo, le llamaban. Volvimos a cantar con más convicción que nunca “El pueblo unido”, “El derecho de vivir en paz”, “El baile de los que sobran”.  Se armaron reuniones y cabildos en los barrios y plazas de Chile. Se sentía la necesidad de cambiar de raíz los problemas de este país, y se escuchaban cada vez más fuerte las voces que pedíamos una nueva constitución.

Hoy estamos en eso. A 2 años de aquél viernes 18 de octubre, tenemos una Convención Constitucional aprobada por un 80% de la población, mediante un plebiscito realizado en plena pandemia del Covid-19. Convención compuesta por independientes, por representantes de los pueblos originarios, por personas comunes y corrientes, y también por connotados profesionales. Por gente de todo el espectro político, dándole por fin a la derecha el lugar que tiene en la sociedad (menos de un tercio de los integrantes).  Estamos ad-portas de una elección presidencial con un candidato fuerte de la izquierda, la que por fin después de tantos años de peleas de trinchera se está uniendo para formar un bloque sólido, con convicciones y con la esperanza de devolverle a la gente esa dignidad que le fue arrebatada “de golpe”.

Se ve la esperanza, la luz de un nuevo día.

“Vamos por ancho camino, nacerá un nuevo destino”

 

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