18 de octubre de 2019. Por la radio se daba cuenta de los problemas de transporte que sufrían miles de personas en el centro de Santiago, producto del cierre de varias estaciones de metro. Era viernes y con mi señora habíamos planeado una salida solos (la primera desde que naciera nuestro segundo retoño, ¡hacía ya más de un año!) .
Hace un par de semanas que los estudiantes secundarios
habían comenzado a realizar una serie de manifestaciones, saltándose los
torniquetes del metro en protesta al alza de los pasajes. Con el correr de los
días las manifestaciones comenzaron a ser más y más masivas, con cobertura de
prensa y declaraciones de las autoridades. La ministra de Transportes le echaba
la culpa del alza al “panel de expertos”, y señalaba que los estudiantes no
tenían “argumentos” para protestar, debido a que “no aumentó la tarifa para
ellos”.
Esa visión miope, egoísta, individualista de la ministra y
del resto del gobierno resultó en evasiones masivas, y lejos de lo que
pretendía el gobierno, los estudiantes comenzaron a recibir cada vez más apoyo
ciudadano. Muchos de nosotros apoyábamos las protestas y cientos comenzaron a
participar de las cada vez más masivas evasiones del metro: “¡Evadir, no pagar,
otra forma de luchar!”
Debido a lo anterior, desde Metro decidieron cerrar varias
estaciones aquella tarde de viernes, ya que avizoraban apoteósicas
manifestaciones en varias estaciones del centro, lo que derivó en gente cansada,
enojada, que caminaba sin rumbo por las calles del centro de Santiago, buscando
el medio para irse a sus casas. Esa rabia, esa frustración, esa sensación de
permanente ninguneo por parte de las autoridades resultó en una gran
manifestación autoconvocada en pleno centro, con cientos caminado hacia Plaza Italia, donde
confluyeron los que venían caminado desde el centro con los que lo hacían desde
Providencia.
Nosotros con mi señora, completamente ajenos a lo que estaba
sucediendo en ese momento, salimos a nuestra cita. Extrañamente decidimos
escuchar música del pendrive y no de la radio. Al poco andar nos dimos cuenta
de lo que sucedía. Pasamos al mall y estaban cerrando y enviando a los
trabajadores a sus casas, porque había problemas de transporte. Recién ahí nos
dimos cuenta de la gravedad del asunto, y decidimos volver a casa. Escuchando la
radio nos íbamos enterando de las protestas en el centro, y así, de pronto
comenzaron los caceroleos y bocinazos, de los que nos hicimos parte de
inmediato. La gente salía a tocar sus cacerolas incluso en Las Condes y La Reina.
Llegamos a casa entre bocinazos y gente que estaba en todas las esquinas con
ollas, sartenes, banderas, y rabia, mucha rabia. Pero también con orgullo, con
una sensación de estar haciendo lo correcto.
De ahí en más, nos quedamos pegados a la tele. Vimos cómo se
incendiaba la escalera de emergencia del edificio de Enel, en Santa Rosa con
Alonso de Ovalle, pleno centro. Se daban reportes de protestas, desmanes y
saqueos en diferentes puntos de la ciudad. La gente ya estaba cansada. Cuantos
años pensando con un momento así, en que nos levantáramos a exigir algo tan
simple y tan potente como “Dignidad”. Lamentablemente pasaron y pasaron los
años y la clase política no hizo nada por cambiar el sistema. Todo terminó por
estallar aquél viernes de octubre.
Con la ciudad descontrolada, se filtraban imágenes del
presidente comiendo feliz una pizza en un restaurant de un exclusivo barrio
gastronómico de Vitacura. Ajeno a lo que sucedía. Esa imagen sería el reflejo
de su gobierno, un gobierno ajeno, distante, sin el conocimiento del territorio
ni de su gente, sin herramientas ni ideas para proponer soluciones reales a los
problemas reales que se venían arrastrando hace tanto tiempo. A la gente se le
acabó la paciencia, simplemente estalló, y de ese modo nos volvimos a mirar a
los ojos y volvimos a reconocernos en el otro. Nos sentimos uno al compás
monótono de las cacerolas.
Como respuesta, la represión, el estado de sitio, los
militares a la calle y los Carabineros a reprimir sin miramientos. Comenzamos a
saber de muertos y de mutilados. Cientos de personas resultaron con traumas
oculares producto del actuar irresponsable de la policía. El presidente se
atrevió a decir que “Estaba en guerra” y
así actuó su (des)gobierno. La violación a los DDHH por parte de los agentes del
Estado se hizo tan evidente que los medios de comunicación masivos no pudieron
desviar la mirada y no les quedó otra que dar cuenta de los cientos de reportes
que les llegaban a cada momento. Los videos que se hacían virales en Twitter,
Facebook y otras plataformas digitales. La prensa independiente nos iba
informando de lo que no aparecía en la tele. Y así supimos cómo dejaban ciego a
un joven que estaba protestando en Plaza Italia (renombrada “Plaza Dignidad”
luego de la multitudinaria marcha convocada para el viernes 25 de octubre,
justo una semana después del comienzo de la revuelta). Supimos de una
trabajadora que recibió una lacrimógena directamente en su rostro, perdiendo no
solo la vista sino además el sentido del gusto y el olfato. La represión fue
tremenda, y no paró.
Como respuesta del pueblo, vimos la solidaridad de todos
nosotros, las ollas comunes proliferaron por todas las ciudades. La pobreza que
se encontraba escondida, oculta tras las deudas y las tarjetas de crédito comenzaba
a mostrarse tal cual era. Todos nos sentimos identificados con los postergados,
los nunca escuchados, los siempre exigidos y nunca recompensados. Volvimos a
ser comunidad y a vivir en comunidad. Aparecieron las banderas mapuche y del
pueblos originarios, se multiplicaban las marchas y convocatorias, mientras el
gobierno acudía a la Ley de Seguridad del Estado para encarcelar a un profesor
por romper un torniquete del metro. Terrorismo, le llamaban. Volvimos a cantar
con más convicción que nunca “El pueblo unido”, “El derecho de vivir en paz”, “El
baile de los que sobran”. Se armaron
reuniones y cabildos en los barrios y plazas de Chile. Se sentía la necesidad
de cambiar de raíz los problemas de este país, y se escuchaban cada vez más
fuerte las voces que pedíamos una nueva constitución.
Hoy estamos en eso. A 2 años de aquél viernes 18 de octubre,
tenemos una Convención Constitucional aprobada por un 80% de la población,
mediante un plebiscito realizado en plena pandemia del Covid-19. Convención
compuesta por independientes, por representantes de los pueblos originarios,
por personas comunes y corrientes, y también por connotados profesionales. Por
gente de todo el espectro político, dándole por fin a la derecha el lugar que
tiene en la sociedad (menos de un tercio de los integrantes). Estamos ad-portas de una elección presidencial
con un candidato fuerte de la izquierda, la que por fin después de tantos años
de peleas de trinchera se está uniendo para formar un bloque sólido, con
convicciones y con la esperanza de devolverle a la gente esa dignidad que le
fue arrebatada “de golpe”.
Se ve la esperanza, la luz de un nuevo día.
“Vamos por ancho camino, nacerá un nuevo destino”
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